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IA generativa: ¿mucho ruido y pocas nueces?


Por qué la IA generativa que tantísimos veneran no es (aún) la octava maravilla del mundo.

En torno a la IA generativa aletea toda una bandada de preguntas y para responderlas adecuadamente deberemos poner en funcionamiento nuestras propias redes neuronales.

Reverenciada por algunos como la octava maravilla del mundo, la inteligencia artificial (IA) generativa ha prendido en muchos la mecha de una desaforada algarabía, la que provoca supuestamente pensar que en el futuro todos (sin excepción) podremos alumbrar textos, imágenes y música sin mucho esfuerzo y a coste prácticamente cero.

Los daños colaterales emanados de herramientas como ChatGPT, DALL-E 2 o Midjourney, colmadas de encendidas lisonjas por los más entusiastas, permanecen, sin embargo, en la penumbra. La sangría de puestos de trabajo, la eventual violación de derechos de autor, el declive en materia educativa o el engaño puro y duro que podrían emerger del vientre de la IA generativa no parecen importan a nadie o a casi nadie, denuncia Stephan Rebbe, cofundador de la agencia alemana Kolle Rebbe, en un artículo para Horizont.

La destrucción creativa de Schumpeter (una teoría según la cual la innovación masacra los modelos de negocio imperantes con anterioridad) sosiega la zozobra de muchos y hace al menos más digerible el cambio de dimensiones absolutamente colosales que se avecina. Al fin y al cabo, todas las innovaciones tecnológicas con el gen de la disrupción alojado en sus entrañas (los antibióticos, la máquina de vapor o los ordenadores personales, por ejemplo) han terminado sembrando la destrucción a su paso. Y la destrucción tuvo a la larga un efecto balsámico en la humanidad.

Sin embargo, y pese a que la teoría de la destrucción creativa de Schumpeter se ajusta a bote pronto como un guante a la inteligencia artificial generativa, conviene mitigar el entusiasmo que revolotea actualmente en torno a esta tecnología (y que silencia interesadamente su lado más tenebroso) para pensar de manera verdaderamente crítica en el impacto de la IA generativa en la humanidad, subraya Rebbe.

¿Por qué la inteligencia artificial provoca tantísimo júbilo en la gente? Quizás es porque los humanos tienden por naturaleza beber los vientos por todo lo nuevo o también porque el triunfo de esta tecnología significa la eliminación de todo sentido del esfuerzo (y da probablemente alas a la indolencia). Pensar que existe ahí una fuera una tecnología capaz de asumir tareas que otrora deberíamos emprender de manera impepinable por nosotros mismos es motivo de gozo para muchos.

La IA generativa carga sobre los hombros con muchas preguntas (y serán los humanos quienes deberán responderlas)
Quizás lo más revolucionario (y también potencialmente peligroso) de la inteligencia artificial generativa es que no está atrapada en ningún laboratorio al alcance de solo unos pocos científicos sino que todos, absolutamente todos, pueden zambullirse en sus procelosas aguas.

En torno a la inteligencia artificial generativa aletea toda una copiosa bandada de preguntas y para responderlas adecuadamente deberemos poner en funcionamiento nuestras propias redes neuronales, las alojadas en nuestra fabulosamente imperfecta materia gris.

Solo allí hallaremos respuestas a las preguntas (en modo alguno baladíes) que emergen en el horizonte con la ruidosa irrupción en nuestras vidas de la IA generativa. ¿Queremos de verdad mantener inalterable la capacidad crítica del género humano? ¿Cómo vamos a proteger a la inmadurez autoinfligida a la que nos aboca la IA generativa? ¿Cómo vamos a cerrar la brecha entre quienes utilizan aplicaciones como ChatGPT o Midjourney con seguridad y confianza y entre aquellos que son mucho más torpes o están incluso a merced de estos programas? ¿Cómo cultivaremos la (bendita) paciencia en un futuro donde todo casi todo será de naturaleza instantánea?

Ante el advenimiento de la IA generativa (y su eventual metamorfosis en tecnología «mainstream») no caben en todo caso las prohibiciones. En las redes sociales ya ha quedado meridianamente claro que las restricciones no surten efecto. Mucho más importante (y eficaz) que la regulación es la educación. Solo así tendremos claro que el sabor (mejor o peor) con el que la inteligencia artificial llega al paladar es 100% deudor de quien sazona esta tecnología.

Está por ver si en el futuro nuestro paladar cambiará o no sus gustos a la hora de saborear la inteligencia artificial. Hasta entonces conviene no lanzar las campanas al vuelo, apartarse por un momento de los fervorosos apologistas de la inteligencia artificial y ser fieles a nuestra propia naturaleza: la de seres humanos. No debemos olvidar que somos criaturas propulsadas por emociones y con plena libertad de plantear preguntas (que no deben, por cierto, ser respondidas necesariamente por las máquinas), concluye Rebbe.

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